La novela alterna dos voces enlazadas: la voz de la montaña y la de la mujer que cuida y escribe. “Lo único que nunca muere es lo que nunca nació”, dice la montaña, una voz que aparece en tercera persona, una narradora omnisciente que tiene una mirada más panorámica que la voz en primera de la mujer, que en la última hoja escribe: “Los insectos cumplen una función en el mundo: comerse lo que sobra, limpiar la podredumbre. La montaña no desperdicia nada. La montaña se sana a sí misma, manda a sus criaturas a limpiar la muerte. Se lame las heridas hasta que estas se convierten en alimento”.

Lo primero que escribió Trías fue la voz de la mujer, una seguidilla de notas para tomarle “el tono”. Cuando pasó en limpio esas anotaciones, comprendió que necesitaba otra voz para evitar que fuera el relato hegemónico de la mujer el que estuviera diciéndolo todo sobre la montaña. “Entonces está la mujer que escribe y la montaña que escribe en su propio cuerpo. Esa escritura geológica que se observa en la roca, los pedazos que faltan, arrancados por la cantera o bien las minas a cielo abierto o la deforestación, son marcas que van quedando en el cuerpo de la montaña”, advierte la escritora uruguaya.

Inteligencia vegetal

Trías (Montevideo, 1976) vive hace diez años en Bogotá (Colombia). La narradora, traductora y docente publicó Cuaderno para un solo ojo, La azotea, La ciudad invencible, No soñarás flores y Mugre rosa, multipremiada novela que recibió el apoyo de una residencia del Festival Eñe en la Casa de Velázquez (España, 2018), el Premio Nacional de Literatura en Uruguay en 2020, el Premio Bartolomé Hidalgo de la crítica (Uruguay, 2021) y el Sor Juana Inés de la Cruz (México, 2021) que concede la Feria Internacional del Libro de Guadalajara a la literatura escrita por mujeres. Para escribir El monte de las furias leyó mucho al filósofo italiano Emanuele Coccia, especialmente Metamorfosis.

“Si pudiéramos reconocernos en otros cuerpos, como el de una planta, podríamos decir: ‘yo también soy eso’. Somos muy ignorantes; los últimos estudios sobre cómo piensan las plantas y cómo se relacionan te abre un mundo que te explota la cabeza”, explica la escritora uruguaya. También menciona otra lectura nutritiva, la del botánico italiano Stefano Mancuso, que trabaja sobre la inteligencia vegetal. “Mancuso plantea que las plantas tienen los mismos cinco sentidos que los seres humanos y por lo menos diez sentidos más, por lo tanto son superiores; son una sola inteligencia en red. Se sabe que el mundo vegetal forma redes sociales que se comunican entre ellas; que se avisan de peligros de depredadores; que si una planta tiene una enfermedad equis por el entramado de raíces otra planta lejos le puede mandar la sustancia que necesita para sanar”, cuenta con el entusiasmo y el asombro dilatando sus pupilas.

Trías insiste sobre el conocimiento mínimo, casi embrionario, que se tiene sobre la vida de las plantas. “Estamos recién viendo apenitas la punta del iceberg de toda esta inteligencia vegetal y creo que va a llegar un punto en que se nos va a recordar como ‘esa pobre gente que no sabía ni tenía idea sobre toda la vida inteligente que existía’, como se pensaba que ciertos humanos no eran personas, no tenía alma, como los indios y los esclavos negros. Así como suena bestial decir que los indios no tenían alma, algún día va a sonar bestial decir que las plantas no son inteligentes. Yo no voy a llegar a ver ese momento, pero lo sueño”, agrega con un brillo intenso en la mirada.

También leyó a la premio Nobel de Literatura, la polaca Olga Tokarczuk. En Un lugar llamado Antaño, cada capítulo está narrado desde el punto de vista de muchos personajes. Hay personajes humanos, pero también no humanos, como una planta o un molinillo de café, cuya voz aparece en tercera persona. “Hay momentos del molinillo de café que decís: ‘¿En serio alguien entendió cómo puede ser el alma de un molinillo?’ Le creés que así siente un molinillo de café; lo logra muy bien”, precisa la autora uruguaya y aclara que no quería usar la primera persona para la montaña porque corría el riesgo de “infantilizar” la naturaleza. “Al final de la novela, el tono de la mujer se acercará más al de la montaña y tal vez en ese vuelo que ella agarra cada lectora o lector hará su interpretación: si se volvió loca o si realmente alcanzó un estado de elevación”.

-¿Por qué te interesa problematizar desde el comienzo de la novela la cuestión del lenguaje?

-Odio decir la palabra naturaleza porque siempre es insuficiente; desde la propia palabra empezamos notando que queda corta para referirnos a eso que pareciera que está fuera de nosotros, justamente porque decimos la naturaleza como si no nos incluyera. No hay ninguna palabra que incluya a toda la naturaleza y también al ser humano como parte de esa naturaleza. La intención, en parte, es tratar de pensar otro paradigma para salirnos de este donde el ser humano es esa fuerza hegemónica que nombra, que domina. Yo quería pensar una horizontalidad entre la mujer y la montaña. Para mí era fundamental pensar cómo el lenguaje es una herramienta humana que de por sí se queda corta al momento de comunicar experiencias nuevas y no humanas, como la experiencia mística. Si leés los libros que escribieron los místicos tratando de comunicar esa experiencia, nunca sentís esa experiencia en la lectura misma, porque en el momento que interviene el lenguaje hay algo que no se puede decir. Incluso pensaba en (Mario) Levrero, que fue mi maestro, cuando él escribe La novela luminosa justamente lo que pasa es que no la logra terminar de escribir porque siempre quedan como deslucidas esas experiencias místicas que quería narrar y terminó escribiendo el “Diario de la beca” para ir girando en torno a ese núcleo que no se puede narrar. En mi novela hay una especie de experiencia mística, por lo menos para ella, en el sentido de que logra sentir una intimidad y una afectividad inéditas con la montaña.

-El padre es una figura ausente en tres generaciones de mujeres. ¿Qué consecuencias tiene esta ausencia? ¿La violencia patriarcal es escapar de la responsabilidad de ser padre, de “paternar”, así como se usa “maternar”?

-Escapar de la experiencia de paternar es una realidad muy común en América Latina. En Colombia lo observo de manera más pronunciada porque a la normal ausencia de los padres que deciden no paternar, que desaparecen, se les suma una cantidad de familias que han quedado vaciadas de varones por el tema del conflicto armado y de la guerra de tantas décadas, que hizo que siempre fueran los varones los reclutados. Me parecía interesante pensar estas tres generaciones de mujeres que no conocieron a sus padres y que se convierten así en un linaje de orfandad paterna, mientras que hay otras figuras masculinas que están alrededor, como los hombres de la cantera, los trabajadores rurales. La figura de la abuela escapa a la brutalidad de la madre. En muchas circunstancias son las abuelas las que realmente se ponen la familia al hombro, algo que veo mucho en la Latinoamérica profunda: mujeres sin educación ni nada, pero con una capacidad de sacar adelante a la familia; son mujeres que nunca dejan de trabajar hasta que se mueren y que crían a los nietos. Esto lo observé mucho en Bogotá, en los “barrios de invasión”, que son zonas a las que llegan las personas desplazadas por la violencia y con sus propias manos, donde no había nada, construyen sus casas. Son casas precarias, torcidas, laberínticas, que nunca están terminadas porque siempre está la posibilidad de que otro miembro de la familia le ponga otro ladrillo encima. En Bogotá vivía al lado de un “barrio de invasión” y tenía una ventana que miraba hacia el barrio y todo el tiempo estaba viendo muchas cosas que tenían que ver con cómo era la vida, porque además tienen una relación muy diferente con el espacio público, justamente porque adentro las casas son húmedas, oscuras y muy chiquitas, entonces sacan las sillas afuera de las casas y toman el espacio público. Me interesa pensar cómo nos apropiamos del territorio, cómo usamos el territorio y cómo nos vinculamos con él.

Un fallido en la creación

-¿Por qué adaptás, libremente, un fragmento del “Popol Vuh” en “El monte de las furias”?


-El Popol Vuh fue una de las lecturas de referencia que me guiaron para pensar esa relación con el territorio desde otro lugar no europeo ni católico. Yo había leído el Popol Vuh de chica porque te lo enseñaban en el liceo y me quedaba el recuerdo de haberlo odiado porque me sentía muy ajena a eso y me preguntaba: “¿Por qué estoy leyendo esto?”. Entonces lo volví a leer y me dije: “Este es un buen momento para releer un libro tan odiado en mi adolescencia”. Y lo releí con fascinación porque hay otra manera de pensar el ser humano y la relación con el territorio. Dios o la divinidad, o los dioses, crean al hombre primero del barro pero se deshace, se desarma, y eso me gustó: un dios que falla en sus creaciones; hay un fallido en la creación. Después lo crea de la madera y tampoco le gusta y lo desarma. Y finalmente llega a su mejor versión, el ser humano creado del maíz. Una cosa que también me parece fascinante encontrar en el Popol Vuh es esta idea del humano visto como un guardián; entonces ya está la idea de cuidados desde el origen mismo. Es decir, se crean a estos seres para que cuiden de todo lo demás.

-Por nuestras historias políticas recientes la idea de los cuerpos que aparecen tiene una carga muy significativa. ¿Por qué en “El monte de las furias” ella decide enterrar a los muertos que aparecen?

-Lo pensaba como un exorcismo que produce que sean aparecidos y traté de no usar el verbo desaparecer: esa palabra no está, lo que la hace estar más para mí. Sentí una cosa medio psicomágica, en el sentido de que al cuidar, limpiar y enterrar los cuerpos ella los está dignificando. Luego aparece el tema de cómo a ella la tortura no poder saber exactamente cómo nombrarlos porque el nombre que les pueda dar no es exacto porque nunca será el nombre que tenían, ¿no? En ese acto de nombrar, de lavar y de enterrar hay una manera de decir: “Estos muertos también son míos”. Después de escribir la novela, me enteré de que en un pueblo de Colombia era común que los muertos bajaran por los ríos porque los mataban, los tiraban al río y como son ríos de montaña van bajando. Entonces los habitantes recogieron a los muertos que bajaban del río y empezaron a enterrarlos en sus cementerios. Como no sabían los nombres, les ponían sus apellidos; entonces, al ponerles sus apellidos, los estaban volviendo un familiar. Esto me confirma lo que siempre he pensado: que hay un material en el inconsciente colectivo que es real. Cuando creés que inventaste algo, ya sucedió o está por suceder.

Una ética del cuidado

En Colombia, el río Cauca fue declarado sujeto de derechos, según una sentencia del Tribunal Superior de Medellín de 2019. Esto significa que la cuenca del río, sus afluentes y territorios cercanos deben ser protegidos y conservados. “Si creemos en la figura del ecocidio, necesitamos que los ríos y los animales sean declarados sujetos de derecho para justamente poder protegerlos de todos los crímenes que se están cometiendo contra el territorio -reflexiona Trías-. La Comisión de la Verdad dictaminó que el territorio había sido una de las víctimas del conflicto armado en Colombia, así como las infancias, las mujeres y los campesinos. Cuando hay una guerra se arrasa con todo, también con el ecosistema, incluido animales, árboles y plantas”.


-¿Feminismo y ecologismo van de la mano? ¿No se puede pensar uno sin el otro?

-Sí, porque al final se trata de una ética del cuidado. El feminismo propone una ética del cuidado que se tiene que derramar sobre todo lo vivo, incluso sobre cosas que podríamos pensar como no vivas, que seguramente están vivas también, como lo mineral y las piedras.


-Hacia el final de la novela El Gran Destructor dice: “Existir sin dejar huella, existir para que todas las cosas sigan existiendo”. Es una frase contra la idea de trascendencia, ¿no?

-Me parece tan hermoso pervertir esa creencia de que tu existencia sea importante, que seas recordado, que dejes huella. Existir sin dejar huella es lo más hermoso que nos puede pasar. Los seres humanos estamos tan desesperados buscando el sentido de la vida, que no nos damos cuenta de que lo tenemos ahí, a la mano: existir sin dejar huella.

Una mujer con sombrero

 

La mujer, una de las narradoras de la novela, no tiene nombre en El monte de las furias. El Celador la llama “mujer”; los hombres de la montaña, al final, le dicen la “loca”. “Ella siempre es nombrada de maneras despectivas, que tienen que ver con el hecho de que es una rara. No estoy segura de si los hombres de la montaña le dicen: ‘No queremos raras, no queremos locas’”, enumera Fernanda Trías esta filiación de rareza y locura tan asociada a las mujeres. “Yo nací y crecí en dictadura; pero cuando llegó la democracia no es que todo mejoró inmediatamente; era un páramo horrible a nivel cultural y los mismos valores seguían estando. Esos valores que dicen que todos tenemos que ser grises, muy uruguayos, con el pelo corto, y la disciplina. Nadie podía ponerse una flor en la cabeza. A veces me gritaban por la calle ‘ridícula’ porque me encantaba andar con sombrero. Ahora Montevideo cambió y está más cosmopolita, pero cualquiera que se saliera de la norma se lo trataba de poner socialmente en su lugar”, revela la escritora. 

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