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El notorio cantante canadiense The Weeknd ahora se subió al caballo del cine. No es que su popularidad no lo habilite como un paso lógico en su carrera, avalado por procesos similares realizados con éxito por incontables colegas antes que él, de Elvis Presley a Palito Ortega, por citar ejemplos variopintos. Alcanza con recordar que sus canciones “Blinding Lights” y “Save your Tears” se convirtieron en la banda sonora de la pandemia. Y, de hecho, al día de hoy es el artista n° 2 a nivel global en Spotify, por delante de monstruos como Lady Gaga, Coldplay, Rihanna, Taylor Swift, Billie Ellish o Ed Sheeran y solo por debajo de Bruno Mars, el monarca vigente del negocio de la música pop. Entonces, ¿por qué no intentaría ampliar su éxito desde el cine?

Además, su llegada a la pantalla grande con la película Hurry Up Tomorrow. Más allá de los reflectores se concreta de la mano de Trey Edward Shuls, un director joven y promisorio cuya participación en el proyecto justificaba cierta curiosidad previa. Todo eso se desmorona muy rápido con el comienzo de la proyección. La película cuenta la historia de un músico pop muy popular, que se llama Abel (que también es el verdadero nombre de The Weeknd detrás del seudónimo: Abel Tesfaye), quien atraviesa una depresión causada por la ruptura de un vínculo de pareja. En plena crisis, Abel abandona un show por la mitad y se cruza con Anima, una fan con la que intercambiaron miradas intensas antes de que él huya del escenario.

Con un guión coescrito por el propio Tesfaye/The Weeknd, a partir de las canciones de su homónimo último álbum, Hurry Up Tomorrow no se demora mucho en revelar su carácter de ego trip. Como si se tratara de una remake de The Wall filmada por Gaspar Noé, la película por un lado centra su atención en el estado vulnerable de Abel y en el círculo vicioso de explotación que gira a su alrededor, corporizado en la figura de su manager, interpretado por el eficiente Barry Keoghan. Por el otro, acompaña a Anima (Jenna Ortega), una figura tan quebrada emocionalmente como Abel, sintonía destructiva que justifica la repentina conexión emotiva que surge entre el roto y la descosida.

Pero la historia tiene un punto de quiebre, a partir del cual la película hace que el tono lisérgico que dominaba la primera mitad se vuelva pesadillesco. Y así, pasa sin escalas de esa versión de The Wall diluída en ácido a Audition (1999), de Takashi Miike, en un solo plano. Solo que aquello que en el trabajo del japonés era vivido de forma traumática por parte del espectador, acá se atraviesa con algo de pudor ajeno. Como si todos (todos) los hilos del artificio hubieran quedado involuntariamente expuestos y sonreír, ahí donde uno debería estremecerse, se volviera inevitable.

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