Otras historias aparecen en ese viaje exterior que se desdobla hacia el interior: el periplo de los beatniks, William Burroughs y Jack Kerouac, por la Ciudad de México, centrados en la experiencia de la escritura en sí misma y deseosos de alcanzar estados de conciencia no ordinarios en contextos urbanos, lejos de los espacios sagrados indígenas; Timothy Leary, apóstol del LSD en plena expansión, y la creación de la primera comunidad psicodélica vacacional en las playas de Zihuatanejo (germen de lo que hoy se conoce como “turismo psicodélico” en México) y el errático viaje de Albert Hofmann desde Suiza hasta Oaxaca, a la puerta de María Sabina, llevando consigo la píldora con la que logró aislar y sintetizar el principio activo de los hongos psilocibes. “Con el arribo de las pastillas sintéticas a Huautla de Jiménez, estamos ante un ejemplo de desmaterialización del tiempo y del espacio”.

Giucci pone el foco en los mediadores: hombres blancos, educados o con inclinaciones artísticas, que responden a un llamado “interior” y buscan en la experiencia enteogénica una forma de vivencia comunitaria. El caso más resonante -y el más famoso del siglo XX- es el viaje que emprendió R. Gordon Wasson, un banquero de J.P. Morgan pionero en los estudios sobre etnobotánica, quien intentó confirmar la hipótesis de que muchos pueblos originarios vinculan el uso de algunos hongos con sus prácticas religiosas. Gracias a las indicaciones de Schultes, Gordon Wasson, acompañado de su esposa, viajó hasta las sierras de Oaxaca, al sur de México, para encontrarse con la curandera mazateca María Sabina y participar de una ceremonia con hongos psilocibes. El encuentro fue documentado, y Gordon Wasson escribió sobre su experiencia para la revista Life, lo que produjo un enorme impacto, no solo en la pequeña comunidad mazateca, sino también en Estados Unidos y en el resto del mundo. Hordas de hippies, buscavidas y turistas, millonarios y estrellas de rock viajaron hasta el sur de México para tener una experiencia reveladora, mientras la vida de María Sabina se venía abajo.

Robert Gordon Wasson, junto con otros autores, acuñó un nuevo término: enteógenos, que se puede traducir como “que tiene un dios por dentro”. El término pretendía despegar a estas drogas del que había creado Huxley y Osmond en un intercambio epistolar, luego de que Huxley experimentara con mescalina: psicodélicos, “que revela la mente”. Un concepto que luego fue asociado a lo recreativo o pasatista, y a la creación de una cultura artística que se despegaba del conservadurismo norteamericano de los años cincuenta, con colores y viajes locos. Para Gordon Wasson y compañía, estas drogas eran cosa seria; consumir hongos requiere conocimiento, educación y preparación. Es ahí donde Giucci marca un punto de interés de enorme actualidad: la conexión que se da en este tercer milenio entre ciencia y religión. La idea de que en este renacer psicodélico, que se está dando desde 2006 hasta la actualidad, hay una “transgresión conservadora”, que genera “la posibilidad de una nueva forma de religiosidad promovida por la combinación de ciencias y drogas”, señala.

Ante la enorme proliferación de centros psiquiátricos o casas quintas en las inmediaciones de la ciudad, que involucran el uso de psicodélicos en sus terapias o ceremonias, profesionales de la salud que hacen divulgación en sus redes sobre los usos correctos de estas drogas, y la conexión entre el mercado y los facilitadores o psiconautas, Giucci se pregunta: “¿Puede ser la experiencia con drogas visionarias un fenómeno conservador?” ¿Hay una manera correcta de usar los enteógenos? En ese cruce entre ciencia y espiritualidad, donde los enteógenos dejaron de ser tabú para convertirse en objeto de consumo informado, la pregunta de Giucci resuena con fuerza. La respuesta, como diría Bob Dylan, sigue estando en el aire.

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