No voy a negar que soy alto, pero siempre tuve el espesor de una chispa. Todo me avergonzaba, malinterpretaba las frases leyéndolas en mi perjuicio, me alarmaban las miradas, incluso el parpadeo de un cuervo somnoliento. Pero nada es suficiente, y sigo pagando mis centímetros como si fueran caudales.

En el colegio de música había una compañera que me interesaba. Las palmas de sus manos, como viejos tableros de dibujo de madera, su ateísmo, el hermoso fulgor de las notas que emitía su voz de mezzosoprano, exactas porque tenía oído absoluto. Y, sin embargo, siempre puso una distancia sideral entre ella y yo. ¡Creía que me le estaba burlando! Sólo porque era alto.

Me iba de todos lados y, sin embargo, no me atrevía a despedirme. Me gustaban los andenes; su olor a carbón y a grasa me guarecían del frío y del calor. Lo más importante es que son lugares donde la gente llega por poco tiempo. ¡Qué seguridad me daba esa caducidad! Sentado en los bancos de teca verdes, hasta parecía de una altura normal.

Las reuniones multitudinarias son por lo general caóticas. A mí me obnubilan, me impregnan hasta los tuétanos. No alcanzo a entender de qué mágico modo alguien puede ser especialista en relaciones públicas. Y, sin embargo, mi vida transcurrió entre eventos extraordinarios, liberados por una incalculable dosis de casualidades y coincidencias: mérito cero. Se podría asegurar que tuve una fortuna incontable, si no fuera porque cada aglomeración me dejaba peregrinando en soledad.

Siempre fui taciturno, y en cada ocasión se creyó que ocultaba mi arte de birlibirloque como una falsa franqueza. Sólo porque era alto. Los tropiezos propios de mis debilidades emocionales eran mezclados con artes divinatorias y tarjetas de Navidad pintadas a mano, porque nadie lograba asociarme a un mentecato con las uñas roídas. Se decían íntimamente: “¡Con esa talla!”, y me sumaban excelencias.

Hablaba con aire definitivo sólo por dar una charla por terminada. Me excusaba de asumir responsabilidades con conjuros gitanos de un modo descuidado. Afirmaba cosas que no sabía, no por mentir, sino por no explicarme en exceso. Cedí trabajos secretos a personas a las que les hubieran prohibido acercarles cualquier cosa. Mi altura me eximía.

Eso fui; nunca tuve el sentido de las proporciones de los ses. Siempre me incliné hacia las lunas maníacas, y los bostezos abriendo las suelas de mis zapatos blandos. Me gustaron los hornos de las panaderías de madrugada, los pedazos de papel de seda, y las oxidadas verjas de jardín. El agua contaminada y las ancas de rana. Pero todos juzgaban esos disparates como extravagancias de un príncipe espigado.

Un imbécil, con un apellido que empezaba con “Bobo...”, algo difícil de sortear en la niñez, me apodó “pavo real”, entre otros apodos y mezquindangas que de vez en vez reiteraba, entre sus escasos dientes propios. En una ocasión, ensayó con “pavo real rostizado en la cama solar”, porque era julio y yo estaba tostado. ¿Quién no sabe que las personas altas se broncean más rápido y mejor porque están más cerca del Astro Rey que las orugas? Dios mío, toda una vida así.

Me gustaba que, en las alacenas, las etiquetas se vieran de frente, pero los demás creían que así lo había ordenado un mayordomo que nunca existió. También me gustaban las conversaciones con el tuerto que decía ser marinero, las aventuras dudosas y la caramañola de mi abuelo, mordisqueada en los bordes. Nadie lo aceptó nunca. Era poner el prestigio de la altura por encima de la verdad y de las horas, lo que me resulta chocante incluso hoy.

Ninguno de los méritos que se me asignaban y me eran envidiados iba más allá de una suma de vértebras, cartílagos y minerales como el calcio, que no agregaban virtudes. No fui más que un gato con ocurrencias tardías, un conjunto de pieles, taraceas, cueros y cretonas. Los otros han interpretado algunas frases que dije como condición o virtud, y no eran más que una diagonal, la limitación de un alto en todo caso.

 

Si hay un vicio infecundo, ése es lastimar por tirria. Graznan las garzas, hay mendrugos de sandwiches secos sobre la grava, inculto es el jardín y la desesperanza es premonitoria, tremendamente humillante. A mí me gusta una chalina de Aviñón que tuvo mi madre de joven, y la llave que parece una pistola de hierro sin gatillo. Prefiero a los que no hablan y a los que me olvidan. Y me dejan ser alto a mis anchas. No hay mérito en ello.

Este es un contenido original realizado por nuestra redacción. Sabemos que valorás la información rigurosa, con una mirada que va más allá de los datos y del bombardeo cotidiano.

Hace 38 años Página|12 asumió un compromiso con el periodismo, lo sostiene y cuenta con vos para renovarlo cada día.

Unite a Página|12
Icono de carga
Tu navegador tiene deshabilitado el uso de Cookies. Algunas funcionalidades de Página/12 necesitan que lo habilites para funcionar. Si no sabés como hacerlo hacé CLICK AQUÍ