Prefiero poner cuerpo Cristina, para descubrirme mortal y con un cuerpo.
Sin embargo, alguien podría contraponer la lógica implacable de las vidas en las que han proliferado las existencias de cuerpos y más cuerpos cosificados, sin que tengamos que salir del hogar. Ni siquiera necesitamos para ello levantar la mirada del ordenador, en nuestra cápsula infernal de destiempo humano. Un destierro entre otros. Cuerpos sobre cuerpos en esta época en la que nos superponemos en experiencias simultáneas y también distópicas. Si algo se sale de la pantalla teledirigida, sea esta en la aplicación de turno del celular, el círculo rojo y sus variantes, la televisión o el espacio streaming --por nombrar sólo algunas posibilidades--, la propia encarnadura del Estado Represivo actual nos recuerda que cualquier intento de participación será potencialmente punible, el Estado puede reprimir y así lo hará. Se escucha por los altavoces de las terminales de trenes y en los subtes, incluso en la megafonía urbana, repetida por una multitud de zombies que comentan lo que pasará si se nos ocurre tomar la calle y marchar.
Cristina pasa ante nuestros ojos vulcanizados y televisivos con la misma pesadumbre de aquellos objetos de las dictaduras y los fusilamientos. Aunque ella transmite alegría. Sabemos de qué hablamos, y también por qué cantamos.
Suele pensarse que la posición hipervigilante a la que intentan reducirnos en el mundo contemporáneo --y en este modelo escaso de azares y azahares democráticos--, donde cada cosa es filmada, autografiada por el Gran Hermano, no es una pasión. Sin embargo, allí se encuentra el origen de lo que Lacan nombró su Discurso Amo, y vaya que hay pasión en el modo en el que el amo desglosa y corrompe las nervaduras de la historia hasta hacerlas tripa inerme. Sin embargo, es una curiosa posición que no hace cuerpo, a pesar de su esfuerzo por totalizar el campo de la experiencia. Es interesante también considerar por un momento que simplemente se hecha a correr un tipo de racionalidad ciega que no permite recordar, lo hacen por la patria, y nunca sabemos muy bien de qué se trata este apelativo a la patria, parece el prolegómeno de una entrega y no de una ofrenda. Entregar la patria al otro, muy diferente que decir la patria es el otro.
Es curioso, aunque verosímil, imaginar que una experiencia hipervigilante no recuerda. Pensémoslo por un momento, casi una paradoja. Sin embargo, el aparato hipervigilante, el andamiaje hipervigilante, el artefacto hipervigilante, ahora tomando la faz viva de la corte suprema --y lo escribo con minúsculas de manera deliberada--, es sólo y apenas una máquina de registrar en tiempo real, jamás podrá recordar. No quedarán en la historia de los recuerdos gratos, démoslo por cierto. Por eso este recrudecimiento, expresado en más tecnocracia y mayor control sobre nuestras vidas cotidianas, va empobreciendo la experiencia del recordar, repetir y elaborar, hasta extenuarse y secarse.
Por eso Cristina nos recuerda albores mundanos, la gracia de estar vivos, la esperanza que no amaina y el aliento invertebral de sus presidencias. Yo era feliz por esas épocas, creo que vos también, a los que les hablo --no le hablamos a todo mundo--, ya que es época de presumir pertenencias. Las hay de clases, socioeconómicas, de prosapia vil, también de afectos. Ese recuerdo, precisamente ese recordar con el que hacemos y al que nos apegamos, queda por fuera del control totalizante con todas las minúsculas con las que hoy se escribe la república, porque el recuerdo, nosotros recordamos, es lo que permite conectar también con el afuera para que ese recordar exista y se haga porvenir. Eso que está por afuera rodea, envuelve, cuida el cuerpo, o en los términos de la política lo legitima, le da energía vital.
El peronismo como hecho maldito, como incorregibles, perseverando, haciéndose del barro con palabras urgentes. Por eso decimos Cristina y una emoción común nos abraza y nos pondera. ¿Sabrán algo los tilingos de las verdaderas pasiones? Las pasiones son ancestrales, las llevás en el alma o no prosperan.
Es que el erotismo no podría venir de otro lado que no fuera del afuera, hacia nosotros. No somos nosotros ni autolesivos ni autoproveedores de erotismo. Aun en esas posiciones que se nombran autolesionantes hay indudablemente una pasión que viene desde afuera, aunque sólo sea provista a los fines de ensimismarnos y encerrarnos.
Pienso por estos días en una palabra que llega repetidamente a los consultorios y rellena cuerpos y más cuerpos simbólicos, el síndrome del impostor. Se ha puesto de moda. Es interesante que quede por un lado cosificada la idea de que, si se tratara de un síndrome, ya es un colapso o enumeración --al menos-- de síntomas, signos clínicos problemáticos, enfermedades declaradas, enfermedades en ciernes. Por otra parte, nos queda a un paso de su deslizamiento, de una metonimia: impostar, que al fin y al cabo no es otra cosa que proponernos al otro y entregarnos, poniéndonos allí, impostarnos ante el otro.
En ese libre desplazamiento de una letra entre impostor e impostar hay una diferencia de universos vitales. No exponernos, no exponerme es estar muerta --dice una paciente--. Claro, porque si no nos exponemos, nos entregamos a estas patologías del impostor que lo único que hacen es reeducarse entre sí y rubricar el lugar de objeto reducido a algún tipo de mirada panóptica, de vida inauténtica. De alguna manera, impostar y exponernos, impostarnos y exponernos están tan cerca etimológicamente, porque exponer es ir desde un lugar hacia una posición, ponernos ahí, ponernos en situación, convidar al otro para que también exista.
No hay impostores cuando hablamos de Cristina. Tomar o dejar, para poder decir. Decido decir Cristina. Nosotros cantamos Cristina.
Los sueños siempre resultan una salida eficaz, las ensoñaciones diurnas también, las ficciones, los mitos fundacionales, las novelas familiares, las grandes gestas populares. Nuestras conquistas simbólicas, nuestros treinta mil, vos también Cristina, por eso cantamos, por eso marchamos, por lo qué marchamos, por lo qué cantamos. Impostamos nuestras pasiones auténticas, perseveramos Cristina, a viva voz cantamos y vibramos, ponemos la voz, emitimos y ponemos cuerpo cada día. Hoy es día de poner el cuerpo, en mi caso, porque también quiero decir Cristina. Pobre de la cultura que no habite en alguna de estas formas de la fuerza, la comunidad y sus ideales.
Cristian Rodríguez es psicoanalista y escritor.
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