Sentados sobre un largo sillón de piedra, fuimos espectadores de lo cotidiano, canjeamos aburrimiento por creatividad, nos zambullimos en las cálidas aguas de la ficción sin instructores ni guardavidas, supimos regresar a la orilla de la cordura sin sufrir bajas por inmersión en zonas de delirio. 

 Carmelino, posiblemente , fue el primero entre nosotros en darse cuenta que vivíamos en la dictadura del capital. Su padre, “Granuja“ Facciuto, caminaba el barrio fuera de la ley, recaudando dinero para el capitalista Garrido, padrino de bautismo de mi amigo y de quien sólo conocía su voz en el día de su cumpleaños saludándolo por el único teléfono de la zona que nunca se cortaba. El pasador, dueño de una memoria prodigiosa, sin lápiz ni papel, con exactitud propia de los mejores mozos, recordaba y asociaba jugada con jugador. No era fácil para ningún mortal almacenar tantos datos en un ordenador cerebral, por más que sus clientes apostaran generalmente a los dos cifras ya que no soñaban con salvarse, mas bien anhelaban tapizar las sillas del comedor, comer lechón en nochebuena o prescindir del colchonero. 

El gringo, menor de cinco hermanos y prófugo del fascismo, no era ningún cocoliche, manejaba el lunfardo como pocos, quizás su amor por el tango no era más que una manera de ponerle música a todo lo perdido. Un escenario de baldosas y adoquines unió nuestras soledades, la del discípulo de Discépolo y la de un pibe que prefería contemplar el teatro de la vida en continuado antes que sentarse a mirar la feria por televisión, tal vez intuía que en el primero tenía alguna posibilidad de actuar, al menos como actor de reparto. 

Gané su atención la tarde que me animé a detener su paso para preguntarle si sabía el número ganador en el próximo sorteo de la Oro. Guiñándome un ojo me dijo: “Claro que lo sé, pero no lo juego porque el que vende no consume”. Aprendí algunas cosas como ladero de aquél hombre que por necesidad ejercía el oficio de un falso dios de la fortuna, sin ojos vendados ni cola de cabello tirada hacia adelante, representaba la oportunidad para el laburante de poder darse un gusto con la dulce. Me enseñó el significado de los sueños jugando al Veo – Veo. Mis aciertos eran nulos si no estaban expresados en números, no valía contestar caballo, mariposa o pajarito, debía cantar 24, 23 y 35. 

Conocí la hipocresía de los adultos, doña Elvira, mujer crítica del escolazo en sus largas charlas en la panadería, era clienta cautiva del clandestino a quien le entregaba todas las tardes un canuto extraído del bolsillo de su batón mientras barría la vereda por tercera vez. Supo aplicarme anticuerpos desde la lógica de las probabilidades, la ruleta, decía, era el juego con más posibilidades para el apostador, por tal motivo había que hipnotizarlo. Me aseguró que en el mundo no existían casinos a cielo abierto porque al humano se le miente mejor de noche, entre luces tenues y extraños sonidos el jugador sueña despierto con hacer saltar la banca. En una oportunidad cambió su recorrido rutinario, fue cuando su conciencia le impidió pasar por la casa del Negro Aguirre, “ está a punto de perderlo todo, su enfermedad lo domina, no puede creer que pierde, sólo piensa en que pudo haber ganado y vuelve a apostar más fuerte aún”, me contó afligido por la culpa. Una tarde de mucho frío, apoyó su espalda contra el tronco de un plátano y elevó sus brazos hacia el cielo cual dos ramas óseas, lo hizo para poder escuchar mejor el silencio del invierno, luego me explicó , sin cambiar de posición, que los árboles después de entregar sus hojas muertas al viento y echar de menos a los pájaros que emigraron a la luna, se entregan a un sueño invernal profundo, confiados en que los duendes que habitan en sus entrañas, los despierten al llegar la primavera. Recuerdo haber detenido mi mirada en la base de aquella estatua de carne, sus zapatos color tierra, gastados y rajados de tanto trajinar para otros, susurraron su pena amordazada, sus raíces no estaban allí. Fue a pocos días del golpe cuando el quinielero pasó por mi casa para despedirse, lo hizo usando el código que supo enseñarme en mi niñez, “ me vuelvo con mis 99, se viene un 83 lleno de 12, no quiero ninguna 72…me entendés?”.

El tiempo pasa y nos pone viejos, todo cambia demasiado rápido para mi gusto. El mundo está lleno de granujas, pero, lejos de prohibirlos, gozan de fama y prestigio en la sociedad. Consagrados ídolos deportivos, sin ninguna necesidad económica, piden a sus jóvenes seguidores que aguarden su mayoría de edad comiendo comida chatarra para poder iniciarse en el juego, apostando con el corazón durante las 24 horas del día.

Cuando observo diariamente un ejército de hipnotizados caminando por las veredas, a plena luz del día, con un pedazo de noche en sus manos, apostando compulsivamente con el fin de salvarse solos, me siento como un árbol desnudo soportando un largo invierno, esperando que desde lo más profundo de mis raíces acuda un duende con la revelación de una nueva primavera.

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