Guido models es una película más difícil de lo que parece: la naturalidad con que fluyen las imágenes de las chicas desfilando por la villa bajo la mirada atenta y exigente de Guido, o preparado milanesas como para un batallón, apenas permite adivinar la serie de decisiones que habrán llevado a Sans a esquivar cuidadosamente la fascinación de brillantina que pone la mirada kitsch sobre las cosas, tan de moda hoy, o cualquier tipo de énfasis, ya sea paternalista o irónico, en la desproporción entre el tamaño de las aspiraciones de Guido models y la modestia de sus resultados, al menos hasta el momento. Como Copacabana de Martín Rejtman (2006), que retrataba a la comunidad boliviana en Buenos Aires en preparación para la fiesta de la Virgen de Copacabana, Sans elige ponerlo todo en la capacidad de las imágenes para dibujar las tensiones de un mundo, sin comentarlo. 
Pero si estas tensiones están en ebullición en Guido models no es solo porque el proyecto de la agencia de modelos en la villa implica hacer pie en un mundo blanco y rubio que tiene la mirada puesta en París, Nueva York y otras ciudades igualmente prestigiosas y cosmopolitas, sino porque el modelaje mismo y la producción en serie de cuerpos uniformados que supone cobran un sentido totalmente distinto en el suelo que pisan Guido Fuentes y sus chicas. En primer lugar, porque distorsiona el espectro de ocupaciones que para un inmigrante boliviano parecen casi un destino: cuando Guido viaja con las modelos de su agencia a Cochabamba para armar un desfile en la calle y presentarse en televisión, lo que lleva es el orgullo de volver a casa después de “triunfar en Argentina”, como dice una presentadora del programa al que lo invitan, y un siglo y medio de sueños de inmigrantes del que casi todos somos parte y producto se hace presente como un fantasma melancólico.
Y también porque, si para cualquier chica de clase media o alta formada con la máxima aspiración de ser bella y princesa el modelaje parece como el modo máximo, más literal y más extremo de cumplir con un mandato, la aparición de las chicas de la Villa 31 con su belleza latina y el pelo larguísimo al viento que ningún estilista de los barrios blancos de la ciudad cortó jamás agita otro tipo de espectros. Parece saberlo la cámara que hace foco en sus tacos, detrás de una cortina cuando esperan para salir a desfilar: los zapatos circulan a través de la película, casi más importantes que los vestidos, quizás por la capacidad que tienen para elevar, separar de esa tierra sin asfalto en la que tanto le cuesta a Guido hacer girar las ruedas de su valija, que traquetea peligrosamente. A fuerza de silencio, Julieta Sans hace de su película una pintura de inmigrantes a principios de un siglo nuevo, de ida vuelta entre Bolivia y una Buenos Aires que parece dorada para el que regresa en tren, incluso si ese tren tiene parada en la villa.

Este artículo fue publicado originalmente el día 11 de noviembre de 2016

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