Dos situaciones distintas, pero con el mismo protagonista y bajo igual resultado: el ninguneo de quien fuera el bandoneón mayor de Buenos Aires, sin dudas. Creador de gemas conmovedoras e inextinguibles (“Barrio de tango”, “María”, “Sur”, “Garúa”, “La última curda”), seleccionador insuperable de músicos y cantores para sus orquestas; juez y parte en los devenires estéticos de un género bravo y quilombero; director medido, equidistante de revolucionarios y ortodoxos; guardián de los legados de Ciriaco Ortiz y Pedro Maffia; protector a la vez que maestro de Astor Piazzolla, que no solo fue arreglador en su orquesta de los primeros cuarenta, sino armó el dúo que en el postrero 1970 terminaría grabando bellas versiones de “Volver” y “El motivo”.
De todo ello y mil cosas más se debería estar hablando hoy, en este aniversario redondísimo como su físico. Pero no, y esto implica todo un signo de época. Cuando lo que impera en los que mandan es una visión puramente material y antiestatal de la existencia humana, lo que ocurre es que la cultura, la identidad nacional, la historia, la identificación de las personas con su cultura y terruño pasan a ser desvalores. Cosas a ignorar, perseguir o erradicar, porque justamente son las que guarecen de la destrucción –vía memoria y alma- a cualquier sociedad que se precie. No importa cómo ni a quién. En este caso le tocó al pobre “Pichuco”, que debería estar siendo evocado hoy a la altura. Pero la retirada actual del Estado -en todos sus niveles- de la gestión cultural provoca lo que lenta pero inexorablemente se va viendo. Gentes alejadísimas, al cabo, de lo que el “Gordo” –a quien le acaba de demoler su cuna, justamente- quiso expresar a corazón vivo, abierto, en “Nocturno a mi barrio”. “Alguien dijo una vez, que yo me fui de mi barrio... ¿Cuándo?, pero... ¿cuándo?, ¡Si siempre estoy llegando! Y si una vez me olvidé, las estrellas de la esquina de la casa de mi vieja titilando como si fueran manos amigas, me dijeron: Gordo... gordo, quedate aquí, quedate aquí”.
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